viernes, 24 de abril de 2009

UNA PROMESA CUMPLIDA

Mirando la ciudad de Ayacucho a través de la ventana del bus que me regresaba a Lima en abril del 2001, me prometí que la siguiente vez que pisara la tierra que me vio nacer lo debía hacer en compañía de mi pareja, más textualmente “del amor de mi vida”.

Los años pasaban y tuve hasta dos oportunidades de regresar a Ayacucho; pero como es el destino; por uno u otro motivo, nunca lo hacía. En el fondo me sentía aliviado, no iba a cumplir mi promesa.

Hasta que en Marzo del 2008, en Semana Santa, la mejor época para visitar mi tierra añorada, por fin regresé, y lo más maravilloso, no iba solo, a mi lado estaban quizás las personas más importantes de mi vida, Umbriel (verdaderamente, el amor de mi vida) y mis padres. Los cuatro partimos de Lima a las 10 am, el viaje por tierra de día es algo pesado por la incomodidad de estar la mayor parte del tiempo sentados; pero si se elige un buen transporte terrestre puede hacerse divertido, en nuestro caso hubo muy buen servicio y cuatro películas, que para nuestra suerte, no habíamos visto.

Los paisajes que uno llega a divisar a través del camino va cambiando a medida que nos adentramos a la sierra, de la aridez costeña de la carretera Panamericana pasamos a otra llena de vistas de sembríos y montañas. A lo largo de la ruta se van observando alpacas y ovejas pastando.

Bordeando las ocho de la noche las luces de la ciudad anunciaba que ya estábamos llegando, la vista desde lo alto es impresionante (incluso de día es uno de los miradores más visitados). Media hora más tarde finalmente, nos encontrábamos en la ciudad. No pude evitar derramar algunas lágrimas de emoción, la promesa había sido cumplida.

Las procesiones que salen por motivo de Semana Santa son hermosas, sobretodo tres, la del “El Encuentro” del miércoles santo; del “Santo Sepulcro” del viernes santo y la del “Señor de la Resurrección” del domingo de Pascua. Nosotros estuvimos en las tres. Son diferentes sentimientos los que imprimen éstas en nuestros corazones.

Visitar Wari y la Pampa de la Quinua, dos lugares emblemáticos de Ayacucho son imperdibles, el primero como cuna de la civilización peruana y el segundo como baluarte de la independencia de los españoles. Incluso pasear por el pueblo de Quinua y observar a los pobladores trabajando el barro para realizar verdaderas obras maestras de cerámica es de incalculable valor. Y todo esto con Umbriel, fue mucho más lindo y placentero.

Aunque viví sólo los tres primeros años de mi vida allí, caminar por las calles de Ayacucho sintiendo que a mi lado estaba Umbriel compartiendo cada instante era emocionante, él conoció la que fue mi casa, las casas de mis abuelos, mi jardín de la infancia, la alameda donde me llevaban mis padres a jugar y muchos lugares más. Recorrimos las distintas iglesias que existen en la ciudad (más de treinta); pero sobretodo una, “La Compañía” donde mi abuela materna me llevaba siempre y donde dejé abandonado mi muñeco “Topo Gigio” todo un año, guardado entre las cosas de Semana Santa, justamente.

Definitivamente volver a mi Ayacucho fue doblemente emocionante, volví a cargarme de la historia de mi familia y de la mía propia pero por sobretodo pude compartirla con quien deseo volver muchas veces más y así cumplir siempre la promesa.

PD 1 (largo pero válido):

Para este año Umbriel y yo decidimos ir por Semana Santa a Huaraz, el viaje puede ser motivo de una larga crónica por lo lindo que fue; pero esta vez estando en el último día del viaje, Umbriel recibió una llamada desde Ayacucho justamente, donde este año sus papás estaban de turismo. La mamá se enfermó y tuvo que ser hospitalizada. La angustia nos llevó a ni bien bajar del bus de Huaraz, subirnos al que nos llevó nuevamente a Ayacucho.

Debo empezar contando que gracias a Dios y a los cuidados de los médicos, enfermeras y por supuesto de Umbriel, su mamá se recuperó y hoy ya está feliz en su casa.

Lo que realmente quería contar es que el viaje, lejos de lo angustiante que pudo haber sido, para mí tuvo un significado especial, primero, que al viajar nuevamente de día, pude disfrutar más detenidamente de los paisajes de la ruta, no se si es por la época del año, pero que precioso que es todo ese camino, el subir de la costa para adentrarse a la sierra conlleva a admirar cuan bello es nuestro Perú. Definitivamente lo más resaltante es poder apreciar tanto la flora como la fauna en lo silvestre, esta vez vi más a las alpacas y llamas corriendo a sus anchas disfrutando del ichu y de la libertad. Luego, al pasar por los pueblos que de pronto florecen por entre las montañas se vive un poco su mundo perdido, pero a la vez se admira justamente eso. Las tejas de sus casas de adobe contrastando con a veces, la majestuosidad de sus iglesias, como es el caso de Huaitará, en Huancavelica.

Pero también, renové ese sentimiento tan escondido al ver nuevamente Ayacucho ante mí cuando por fin luego de nueve horas llegábamos, que emoción tan grande!. Nuevamente con Umbriel al lado, circunstancias distintas, pero recordando que nuevamente cumplía la promesa, pero no sólo de estar allí con él, sino que estaba allí en las “malas” (en las “buenas” casi siempre) con el ser al que me debo y con el que quiero estar toda la vida.

Un poco más de veinticuatro horas duró mi estancia (él se quedó un par de días más) pero fueron los suficientes para sentir que aunque pasen los años, siempre me sentiré orgulloso de haber nacido en un lugar como Ayacucho.

PD 2: Las fotos las tomé yo en el último viaje.

(Escrito por Oberón)